Puerto Viejo de Limón



El Caribe tiene un ritmo diferente, marca otro compás, respira otro aire con su calor tropical. Puerto Viejo no es excepción, tiene el "Pura Vida" de los ticos con estilo propio y su herencia afrocaribeña. Paraíso de surfeadores.

Playa Chiquita

Pertenece a Talamanca, en la provincia de Limón, muy cerca de la frontera con Panamá. Es mejor conocido como, simplemente, Puerto Viejo. Con solo mencionar su nombre, al instante evoca recuerdos, un sentimental suspiro y las ganas de volver.

Enero es el mes de mi cumpleaños, así que como regalo, fui invitada por mi buena amiga (casi hermana) Karen y su esposo Saúl. Visitamos unas cabinas que les pertenecen, en Playa Chiquita, Puerto Viejo. ¡Que buena suerte la mía! ¿No?

Cabinas Las Mariposas

Salimos de San José por la tarde del viernes y llegamos allá por la noche, no sin antes realizar una típica parada a medio camino, para comer algo y estirar un poco las piernas. Esa noche me fui a dormir sin ver el mar, sabía que estaba a solo unos pasos, justo al frente de la propiedad, con un abundante jardín de por medio. Podía escuchar perfectamente el oleaje, muy cerca, fuerte y claro, a la vez calmado. Sentía su presencia, arrullaba mi sueño.

Playa Chiquita

La mañana siguiente disfrutamos de caminar en la playa, con el suave masaje de la arena blanca en la piel desnuda de los pies. Las nubes blancas se desvanecen y parecen pintar paisajes sobre un celeste intenso.

Con la selva a plena vista, los árboles rodean la playa, siempre verdes por las frecuentes lluvias de las zonas tropicales, con palmeras incrustadas en la arena. Exuberante vegetación, frecuente es ver animales como, ardillas, lagartijas, cangrejos y pájaros, hasta osos perezosos. 

Verde tropical en Puerto Viejo

Muchas casas guardan el antiguo estilo limonense, de madera, pintadas con llamativos colores, empotradas sobre altos pilares, con corredores y barandales, ventanas sin vidrio pero con cedazo. Inclinados aleros que protegen de las inclemencias del clima, el fuerte sol y los abundantes aguaceros. Sus techos de zinc, hacen fuerte eco de los chaparrones. 

La temperatura ronda los 30°C y la humedad es alta. Se tiene esa sensación pegajosa en la ropa, que hace inclinarse por las telas con mayor frescura. Agua de pipa fría y frutas frescas son bien recibidas. 

En la tarde nos refrescamos en las cristalinas aguas de color turquesa y verdes de diferentes tonos, cálidas y tranquilizadoras. Mezcla de nubes blancas y grises, anuncian posibilidades de lluvia, pero no llega.


El tiempo parece ir más despacio, sin estrés, las horas se alargan, como si los minutos pudieran tardar más de sesenta segundos en pasar. Así se siente. Ir con calma, respirar más profundo, absorber el verde absoluto de la vegetación y el azul intenso del cielo.


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La noche trae más movimiento al centro del pueblo, música reagge, humo de cigarrillos que no huele a nicotina (y que recuerda a Amsterdam, Holanda, aunque allá si es legal y acá no). Embarcaciones pequeñas y tranquilas se mecen en las aguas cercanas y algunos botes ya duermen sobre la arena.

Caminamos por la pequeña calle principal. Está llena de gente, en su gran mayoría turistas y una mezcla de locales y extranjeros, lo que aparenta ser una búsqueda (y encuentro) de amores de temporada. Además de hospedajes, bares y restaurantes, mantienen abiertas sus puertas los comercios de souvenirs y puestos artesanales callejeros de pulseras, aretes y collares.

Notamos con facilidad que la calidez del ambiente favorece la ligereza de prendas. Sandalias, trajes de baño, ropa hippie, colores rastas. El clima está bastante fresco, para lo que puede llegar a ser de caliente, sin embargo nos percatamos de la diferencia real del ambiente, al salir de un establecimiento con aire acondicionado y pasar al calor de la calle. Perdimos la ilusión de la frescura, tan solo nos habíamos acostumbrado.

Dormí bajo el toldo mosquitero de mi cama, para evitar a los molestos mosquitos que intentan quitar el sueño, atraídos por la luz de mi tableta, a la que recurro por un poco de lectura (o no tan poca) antes de cerrar los ojos sobre mi almohada. Ventanas abiertas para que circule la brisa, cerradas con malla fina para evitar el paso de insectos.

Jardines frente al mar

Al día siguiente, el último de nuestras pequeñas vacaciones, amenazaba con lluvias. Lamentamos que no se dieran en la noche anterior, ya que su fuerte sonido hubiera sido muy buena compañía para nuestro descanso. Decidimos huirle al clima húmedo, ya que además se pronosticaban fuertes vientos, para regresar sin inconvenientes a la ciudad capital.

El camino nos presenta a los vendedores de aceite de coco, tradicional en la comida de la zona, como el famoso rice and beans. Decimos adiós al mar tras una alargada despedida, mientras recorremos la carretera paralela a la costa, con la ilusión, como todo visitante, de volver.